La tienda de música apareció un día de repente en la esquina de la gran avenida. Sin duda, el amplio y luminoso local debió gestarse durante meses. Se harían obras, se decoraría el interior y se pedirían permisos pero lo cierto es que la zona era lo bastante céntrica y tumultuosa para que nadie advirtiera esa larga preparación hasta que el establecimiento surgió como de la nada, nuevo y brillante, con sus amplios escaparates que parecían llenar toda la calle y el enorme rótulo dorado en el que se leía: "MÚSICA & SONIDO".
En el interior, CDs, DVDs, partituras, discos de coleccionista y un gran número de instrumentos musicales ofrecían el eco dormido de tantas vibraciones posibles. Guitarras, guitarras eléctricas, guitarras españolas, flautas, trompetas, saxos, violines, teclados, sintetizadores y baterías, baterías en silencio, como mantis religiosas agazapadas esperando el momento de poseer el ritmo, devorarlo y lanzarlo a los cuatro vientos.
Los dueños eran extranjeros, una pareja de cierta edad, agradable y discreta, con un hijo muy joven. Pronto todo el barrio se acostumbró a ver la figura alta y angulosa del chico - rostro alargado, rubio nórdico y ojos azules - abriendo la tienda cada mañana, yendo a desayunar a la cafetería próxima o paseando a su perro, un galgo alto y desgarbado como él, que lo acompañaba a todas partes. Nunca iba atado pero jamás se apartaba un centímetro y sus pasos se acompasaban a los de su amo y se detenía cuando él lo hacía.
La tienda la llevaba prácticamente el hijo con la única ayuda de un dependiente. Él informaba, aconsejaba, orientaba a los clientes y, todas las tardes, después de cerrar, trabajaba largas horas ante el ordenador, incorporando nuevos datos al catálogo de existencias, calculando precios y haciendo balances.
El negocio prosperaba. Florecían nuevos grupos y cantantes, grababan maquetas y, con suerte, un disco. Algunos conseguían dar un conciertoy luego desaparecían para dar paso a otros con parecida trayectoria.
Pasó el tiempo. Los años se fueron sumando. Murieron los padres y el chico se hizo mayor. Una incipiente calva le hacía parecer de más edad. Trabajaba más horas. Los beneficios empezaban a disminuir. Más gastos, menos facilidades de pago, menos clientes. La zona ya no era tan céntrica pero los impuestos eran los mismos.
Comenzaron a desaparecer los instrumentos que tenía en depósito y tuvo que malvender los que eran de propiedad. Los escaparates mostraban desolados huecos que intentaban llenar antiguos ejemplares de "Czerny, escuela de virtuosos", "Borgmüller, 25 estudios fáciles", "Ejercicios de Teoría de la Música" y un tratado de solfeo editado en 1920.
Un viejo Chassaigne, barnizado de nuevo y recién afinado, ocupó unos días el centro de la tienda mostrando sus teclas amarillentas como la triste sonrisa de un payaso, con el letrero de "Oportunidad única". La tienda de música declinaba a ojos vista.
El chico, convertido en un hombre maduro y preocupado, ya no paseaba por el barrio. El perro había muerto y la carga de apremios económicos mantenía al amo encerrado en el despacho intentando cuadrar el círculo.
Un día, los carteles de "Liquidación por cesar en el negocio" empapelaron la tienda. Los pocos instrumentos supervivientes se llenaron de polvo que nadie limpiaba. Tras los cristales turbios, dos timbales con una sola baqueta mostraban su mutilado cuero en un rincón. En otro, una batuta como triste símbolo fálico o bastón de mando, dormía olvidada.
Sin embargo, la tienda continuó abierta durante largos meses, cada vez más deteriorada, cada vez con más huellas de pobreza y abandono. Nadie se explicaba cómo seguía. Jamás se veía al dueño ni la sombra de un solo cliente. Pero seguía. Sobrevivió hasta después del verano.
Cuando los vecinos regresaron de las vacaciones vieron que la estaban desmantelando. Los últimos restos, pedazos de instrumentos, un diapasón roto y montones de papel pautado yacían en la acera y lo más aprovechable era cargado en una furgoneta.
Nadie volvió a ver al dueño. Unos dijeron que se había marchado lejos acosado por las deudas, otros que estaba en la cárcel y algunos que había muerto.
Desapareció todo lo que quedaba de la tienda de música y se cerraron por última vez las oxidadas puertas. El rótulo que ya no era dorado colgaba de un extremo, proclamando: "MÚS...CA &...O...IDO". Sobre el sucio metal no apareció ningún aviso diciendo: "Se traspasa", "Se alquila" o "Se vende", como si el local no perteneciera a nadie ni nadie lo quisiera.
Hubo quien comentó que de noche se oían las lejanas notas de un piano como si surgieran de la tienda abandonada. Otros afirmaron que eran las ratas. Aunque lo más seguro es que fuera el viento.
Poco a poco, se perdió el recuerdo.
Se apagó el sonido.
Y la música cesó para siempre.
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A menudo se ven tiendas y comercios de todo tipo que se abren y, en poco tiempo, a veces meses, se cierran enterrando esperanzas y proyectos. Es especialmente doloroso cuando se trata de librerías, salas de arte, cines, teatros y tiendas de música. Parece que la música es la gran olvidada y la cenicienta de lo que se considera cultura. Las ventas físicas de discos caen en picado mientras que la reproducción instantánea de música en línea está en claro ascenso. Dicen que el streaming será la salvación de la industria musical, mientras los músicos se quejan de las bajas remuneraciones que perciben por él. ¿Llegará el día en que habrá que renunciar a escuchar la música en directo en un auditorio, en un teatro de ópera o simplemente en la glorieta de un parque?
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