miércoles, 22 de junio de 2016

MADEMOISELLE B.

(De mi libro "No juegues con el lobo")

La recordaba muy bien de la clase de Francés de 7º. La llamábamos Mademoiselle B. Todas la veíamos como a ese ideal de chica que queríamos ser un día. Muy alta, muy delgada y esbelta, como una modelo o una artista de cine. Ojos violeta, largo cabello caoba. Una elegancia indefinible y una personalidad bien definida. Todos estábamos enamorados de Mademoiselle B. alumnos y alumnas, profesores y profesoras. Hasta el severísimo director, al que nadie había visto sonreir jamás, esbozaba una mueca que quería ser de agrado cuando hablaba con ella, hechizado por el misterioso encanto que emanaba.
Mademoiselle B. estaba prometida al profesor de Francés de 8º A., una especie de galán de película con el que formaba una pareja espectacular.
Los recordaba muy bien, aunque había pasado tanto tiempo desde que acabé el colegio. Por eso, al verla de pronto en la calle no pude dar crédito a mis ojos. En principio, dudé. ¿Era realmente ella? Estaba tan joven, tan bella como entonces. ¿Sería su hija? El parecido era extraordinario. Caminaba como siempre casi sin rozar el suelo, empujando la silla de ruedas de un anciano cuyo rostro me resultaba conocido.
Unas palabras en francés, murmuradas a su compañero, me trajeron el eco inconfundible de su voz. Era ella, sin lugar a dudas. ¡Mademoiselle B.! Tan hermosa y podría decirse que casi tan joven como siempre.





Me hubiera gustado seguirlos para estar segura pero me sentí ridícula. Tal vez me equivocaba...
Por una de esas casualidades que dicen que no existen, aquel mismo día me telefoneó Mina, una antigua compañera de clase con la que seguía manteniendo una amistad intermitente interrumpida de vez en cuando por sus sucesivos partos y mis frecuentes viajes de trabajo.
Mi amiga me confirmó que era, en efecto, Mademoiselle B. la mujer que yo había creído que lo era. Al parecer, desde hacía un tiempo se veían e, incluso, cuando lograba encontrar canguro para sus cinco fieras iba a tomar el té con ella.
- ¡ Es tan triste! La pobre casi no puede salir de casa. Siempre cuidando del marido...
- ¿No se llegó a casar con el profesor?
- Sí, pero ya lo has visto. Sufre una enfermedad degenerativa y casi no se puede mover.
- ¿El hombre que iba en la silla de ruedas es su marido? ¿El guapísimo profe de 8ºA? ¡ No es posible! Si parece su padre, ¡ qué digo, su abuelo! Creí que sólo le llevaba tres o cuatro años...
- La enfermedad no perdona...
- Aún así...
Mina me contó que tanto ella como Lucía, otra compañera con la que habíamos formado un feliz triunvirato hacía veinte años, frecuentaban a nuestra antigua profesora.
- Tienes que ir a verla. Mademoiselle B. ha preguntado por tí varias veces.
Quedamos en ir un día pero tuve que hacer un viaje relámpago a Alemania para un reportaje y lo pospusimos.
A mi vuelta llamé a Mina con la idea de encontrarme con ella y con Lucía e ir a ver a Mademoiselle B. Me estremeció su voz llorosa y desolada.
- ¿No sabes? Lucía ha muerto. Empezó a encontrarse mal y le descubrieron una leucemia aguda. No se pudo hacer nada.
- Pero, ¿cómo? ¿En una semana? Estaba perfectamente...
- Es terrible, ya lo sé. No sabes cuánto deseaba que estuvieras aquí... ¡Suerte de Mademoiselle B.! Me ha ayudado mucho...

La muerte de Lucía me dejó muy abatida. La pérdida de una persona casi de mi misma edad me provocó una extraña sensación de inseguridad e impotencia y el reconocmiento de esa verdad que nos esforzamos en negar. Tenemos fecha de caducidad aunque no sabemos exactamente cuál es.
Pasaron unas semanas en las que Mina y yo sólo hablamos por teléfono. Me comentó que había ido a ver a Mademoiselle B. y que nuevamente le preguntó por mí.
Tuve una época de mucho trabajo y dos de los niños de Mina estuvieron enfermos. Por una u otra razón tuvimos que ir aplazando la visita a Mademoiselle B.
Finalmente, logramos hacer coincidir nuestras agendas y quedamos para la semana siguiente. La mañana del día fijado sonó el teléfono. No sé por qué contesté con una extraña aprensión.
Era Jonathan, el marido de Mina. Al parecer, la noche anterior se había puesto muy enferma, tanto que tuvieron que llevarla urgentemente al hospital. Por desgracia, no pudieron hacer nada por ella. Murió a los pocos minutos de ser ingresada.
Mina no había estado enferma en su vida. Siempre se vanagloriaba de que era "más fuerte que una mula".
- Pero, ¿ de qué ha muerto?
La realidad era demasiado horrible y no entendí muy bien las confusas explicaciones del hombre que se lamentaba al teléfono sobre un coro de llantos infantiles.


Dijo algo de una extraña infección en la sangre o de una anemia.
Poco importaba la causa. La realidad era que en poco tiempo habían muerto mis dos mejores amigas.
Dicen que hay que dar tiempo al duelo. Pero me sentía mucho más que desolada. No tenía ganas de trabajar ni de ver a nadie, creo que ni siquiera de vivir. Decidí pedir un permiso, yo que casi nunca hacía vacaciones...
"Me marcharé lejos, cambiaré de ambiente...". En el fondo, sabía que sólo conseguiría arrastrar mi pena por otros paisajes.
Mientras hacía el equipaje sin ganas sentí un atisbo de esperanza. ¡Mademoiselle B.! Ella nos había conocido a las tres. Nos había aprecidado. Lucía y Mina la habían visitado a menudo y había preguntado por mí.
Sí, con Mademoiselle B. podría hablar de mis amigas desaparecidas, de tantas cosas, de tantos recuerdos...
Estaba decidido. Antes de marcharme, iría a ver a Mademoiselle Báthory.



sábado, 18 de junio de 2016

EL INOCENTE


(De mi libro de poemas:"Cuerpo de reserva")
Está inspirado en "The little drummer girl" ("La chica del tambor") de John le Carré, una visión lúcida y objetiva sobre israelíes y palestinos. "La chica del tambor" es la que va delante, la avanzadilla en una lucha. Como si dijéramos la "carne de cañón". La protagonista es Charlie, una joven actriz inglesa, rebelde, beligerante, combativa, políticamente ingenua y moralmente vulnerable que es reclutada por un grupo de israelíes para que se infiltre en un presunto comando palestino, autor de varios atentados terroristas. Es una historia de guerra, de traición, de horror pero también de amor en la que los vencedores son los verdaderos vencidos.


A Joseph

Te recuerdo inocente, aparentemente inerme.
¡Por el amor de Dios!¿Te han hecho prisionero?
En el extremo más alejado,
las cartas que no te he escrito.
Luego, todas las reliquias
detras del armario del cuarto de baño:
la marihuana, los billetes de cinco
y el bolígrafo barato.
Un pañuelo oscuro, jamás blanco, 
imprevistos restos de piedad religiosa.

¿Qué será de tí después de ahora?
Cuando ya no esté para que hables conmigo.
¿Qué harás con tus zapatos Gucci y el medallón de oro?
¿Con el montón de revistas mal impresas
con un signo de interrogante, sobre Tiro y Sidón,
trazado a lápiz?
Una multitud de imágenes enterradas:
tus pies bajando torpemente la escalera,
tu débil y adorable cuerpo,
tu voz excesivamente tierna,
tu desnudo pecho,
los profundos sentimientos palestinos
y la última línea de la página 307.


miércoles, 15 de junio de 2016

EL JEQUE


(De mi libro "No juegues con el lobo").

Lo veía erguido en su alto sitial, severo como un dios. El blanco turbante enmarcando el rostro oscuro y perfecto y las blancas vestiduras flotando a su alrededor.
La tienda, en penumbra, dejaba pasar los últimos rayos dorados del ardiente sol del desierto a punto de desaparecer.
- Ven, acércate.
La voz profunda y acariciante la estremeció.
- ¿Cómo te llamas?
Vaciló confundida. "¿Aixa, Zoraida, Leila? ¿O sería mejor decir que soy cristiana?".
Antes de que pudiera decidirse, él la miró profundamente.
- No importa el nombre.
Una mano, fuerte y morena, de dedos largos, le recorrió lentamente la cara, como si quisiera esculpir cada uno de sus rasgos.


Sintió que se hundía en unas arenas movedizas que, en lugar de ahogarla, la sostenían levemente y la elevaban por encima de la tienda, del campamento y del poblado.
Un caballo negro galopaba hacia el horizonte y era él quien lo montaba y era ella la que iba cogida a su cintura, sintiendo la firmeza de su cuerpo y aspirando su aliento...

- ¡Venga, chicas! Es tarde, quitaos los disfraces.
La mujer se dirigió a la más alta y morena.
- Tu madre dice que vayas a cenar. 
La niña empezó a quitarse el pañuelo que había hecho de turbante y la cortina que fuera chilaba.
La más baja y delgada que llevaba muchos collares y una larga falda sujeta con un imperdible preguntó tímidamente:
- ¿Mañana volveremo a jugar a "El Jeque"?
- No. Mañana nos vamos de vacaciones.
- ¡Tan pronto!
- Como siempre.
- ¿Estarás fuera mucho tiempo?
- Todo el verano, tonta, como siempre.
- ¿Me llamarás?
- No sé... Bueno, ya te mandaré algún mensaje. Adios.
- Adios...
La niña se quedó mirando a la amiga que cruzaba el jardín y entraba en la casa vecina. 

La jaima se deshacía, poco a poco, bajo el azote del viento rojo del desierto. Los lienzos blancos ondearon como las alas de un paloma, pronta a emprender el vuelo.
Un caballo negro galopaba y galopaba por un paisaje sin horizonte.



miércoles, 8 de junio de 2016

EL HOMBRE DEL RINCÓN


(De mi libro "No juegues con el lobo")


Se habían acostumbrado a verlo, oscuro y alto, en su rincón.
En el sombrío comedor de muebles viejos y alfombra desgastada, su silueta familiar parecía recortarse a la luz incierta que entraba por los balcones sin sol. O la veían oscilar de pronto bajo el brillo apagado de la lámpara antigua que había perdido casi todas las lágrimas.


En los helados días de invierno, cuando se levantaban ateridos y soñolientos para ir al acolegio o en los sofocantes del verano, jugando encerrados entre las cuatro paredes del cuarto más fresco, lo veían siempre en su rincón, sonriente y tranquilo. 
Mientras iban desapareciendo los cubiertos de plata, las modestas joyas y todo cuanto tenía algún valor y la casa, cada vez más vacía, parecía hacerse más y más grandes, la sonrisa del hombre del rincón no cambiaba. Incluso alguna vez parecía oirse una risa alegre o una leve carcajada.
- ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué se ríe? - preguntaban.
Una tenue luz de esperanza cruzaba fugazmente por los ojos de la madre.
- Es el Hombre del Rincón. Él ríe cuando estamos tristes y llora cuando somos felices. Porque sabe que nada es para siempre...

Pasaron los años. Murió la madre y se perdió el recuerdo de la infancia.
Un día llegó la fortuna.
El sol entraba ahora por todos los balcones de la nueva casa. Había flores en el jardín y cristales relucientes en las ventanas.


Transcurrían los días indolentes y lúdicos, planeando viajes y fiestas. Reían, jugaban, bostezaban perezosamente y paseaban bajo un cielo sin nubes en una larga sucesión de horas despreocupadas y felices.
Pero tenían buen cuidado de no mirar nunca hacía el rincón más sombrío, el rincón donde la oscura y conocida figura se dibujaba contra la pared y se oía su llanto desgarrador.