lunes, 30 de mayo de 2016

CLARISA SENTADA EN UN BANCO

(De mi libro "No juegues con el lobo")

La madre era joven, alta, rubia, poderosa. Hombros de nadadora y piernas de modelo. Pisaba con fuerza, caminando erguida sobre el mundo, con un rictus de amargura y desafío en la boca. A su lado iba el niño, espigado, rubio como ella, gesto amable y evidentes deseos de agradar. De vez en cuando, volvía la cabeza subrepticiamente para mirar atrás. Unos pasos rezagada, trotaba una criatura de cuerpo pequeño, cabeza gande, piernas y brazos cortos y una expresión de perplejidad en el rostro deforme.
Aunque más que caminar corría, poco a poco, la distancia entre ella y la madre y el niño se iba haciendo más y más evidente.
Cruzaron calles, cruzaron plazas y jardines y la separación crecía a medida que el paso de la niña se iba haciendo más lento. 


Los transeúntes pasaban por su lado sin mirar y los que lo hacían desviaban los ojos con rapidez. Algunos la observaban descaradamente con una mezcla de asombro y repugnancia, como si ella no pudiera verlos.
- Mamá, mamá - el niño tiraba de la manga de la madre - Clarisa se está quedando atrás.
La mujer le sonrió y le acarició la cabeza pero no se volvió y apresuró más el paso.
Fueron recorriendo avenidas y bulevares donde árboles frondosos inclinaban las ramas cargadas de hojas verdes como si les saludasen al pasar. Atravesaron un parque y un largo puente que se elevaba sobre la vía del tren.



- ¡Mamá, mamá!
El niño casi gritó. Una bandada de palomas asustadas emprendió el vuelo.
La niña caminaba ahora lentamente. Se iba quedando más y más rezagada.
La madre corría arrastrando al niño.
- Mamá, Clarisa se ha sentado en un banco...
La niña se había dejado caer en un inhóspito asiento urbano pintado de verde, arañado y lleno de dibujos obscenos.
- ¡Mamá..!
La voz del niño se iba perdiendo en la distancia mientras intentaba soltarse de los férreos dedos que lo sujetaban.
Luego dejo de insistir. Miró hacia atrás y vio a la hermana como un pequeño punto, oscuro y lejano.
La niña continuaba sentada en el banco, balanceando las piernecillas rítmicamente.
Pero nadie, como contó el magnánimo Cortázar, volvió arrepentido sobre sus pasos para buscarla.
Clarisa quedó sentada en el banco, expectante, observando las últimas luces del día y la llegada abrumadora de la noche.


lunes, 9 de mayo de 2016

LA TAZA DE ORO




La estación de la pequeña población costera era impersonal y deslavazada como todas las estaciones que sólo sirven para ser transitadas rápidamente. Ni paseos, ni bancos, ni curiosos aburridos viendo pasar los trenes que llegaban y se marchaban sin novedad ni encanto.
Al pisar el andén, el amanecer gris me envolvió ominosamente como una burbuja asfixiante. En la plaza cercana un local acogedor y bien iluminado me ofrecía sus puertas abiertas y el apetitoso aroma de café recién hecho. Sobre la entrada, en letras azules, se leía: "La Taza de Oro". 


Detrás de la barra, un hombre grande y feo, de rostro cetrino, espesas cejas negras y profundas ojeras, me atendió con amable tristeza y volvió luego a la conversación que había interrumpido y que mantenía en voz queda, a través de una ventana baja que daba a la calle, con una niña rubia y pálida de unos catorce años. No podía oir lo que hablaban pero se sentía una emoción contenida en el tono de las palabras. De vez en cuando, largas pausas en el diálogo eran como interrogantes esperanzados. La voz del hombre, apenas audible, destilaba una extraña pasión, aunque mantenía una actitud de forzada indiferencia.
La chica era baja, ancha y anodina. Ninguna señal particularmente atractiva la distinguía. Vestía una descolorida camiseta y unos pantalones estrechos. Sólo el largo cabello rubio ponía una nota de belleza en el vulgar conjunto.
Del fondo del café salió de pronto una camarera morena y guapa, resplandeciente en su impecable delantal blanco, en sus rojos labios muy pintados y en los grandes pendientes dorados que lucía. Sus ojos centellearon de enojo al ver a la pareja de la ventana. Con un gesto brusco dejó caer estruendosamente sobre la barra una bandeja llena de pequeños croissants y tartas de manzana. La violencia del golpe hizo tintinear alguns vasos. El hombre y la niña no parecieron darse cuenta. La camarera se quedó mirándolos con el ceño fruncido. Luego, con un ademán de indiferencia impotente, salió dando un portazo.