martes, 24 de enero de 2017

BARRIO


(De mi libro "La ciudad pintada en la pared")

¿Qué parte de la ciudad es ésta de calles estrechas e inhóspitas, de casas viejas repintadas de un viscoso y repelente gris? ¿Cómo se llama esta plaza, grande y vacía, de árboles raquíticos sin hojas ni ramas, como pálidos esqueletos en torno a los bancos solitarios y los espacios huecos, donde nadie descansa y ningún niño juega? ¿A qué santo está dedicada esa iglesia de piedra sucia que se levanta al fondo como tenebrosa fortaleza para albergar toda desesperación y cerrar las puertas a toda esperanza?



"Plaza de la Virreina" dice un cartel mugriento. ¿Qué virreina? ¿Qué triste dama de un pasado incierto mereció el dudoso honor de dar nombre a la desolación?
Plaza de la Virreina, calle de la Virtud, esquina al callejón del Vicio.¿Quién se atrevería a mandar una carta a esa dirección?
Sin embargo, a pocos pasos, se extiende una hermosa rambla soleada, con arbolitos tiernos, recién plantados, parterres floridos y cómodos asientos. Hay tiendas de colores alegres y cafeterías de las que sale un tentador aroma de café caliente y bollos artesanos. Y, en medio, un cine nuevo, ni muy grande ni muy pequeño, que proyecta películas importantes en V.O y convoca a un nutrido grupo de estudiantes y jubilados todos los lunes.
Desde un cartel coloreado, una niña vietnamita, convertida en china, mira a lo lejos con sus ojos serenos hacia la iglesia tenebrosa de la plaza vecina, contempla compasivamente los bancos vacíos y los árboles muertos y un áspero irlandés, convertido en griego, inicia una sonrisa.
Aquí todo se vuelve cálido y seguro mientras fuera se va apagando el sol, el color de la tarde y los olores sabrosos. La historia transcurre entre el dolor y el opio, un gato con la pata rota y el peso muerto de la familia indeseable.
El nombre de una virreina anónima como epitafio de una plaza olvidada se desliza entre el diablo y el mar, hondo y azul.
Y sólo queda el amor perdurable de los extraños.