miércoles, 13 de abril de 2016

EL SOL EN LA GALERÍA

(Del libro "La ciudad pintada en la pared")

Cada mañana entraba de prisa en la galería para dejar la ropa usada el día anterior en el cesto de mimbre. Entraba automáticamente casi sin mirar ni darse cuenta de lo que hacía.
La galería era de dimensiones reducidas y daba a un patio interior. Tenía amplios ventanales de cristales traslúcidos y dos armarios donde se guardaban útiles de limpieza, herramientas, restos de botes de pintura, brochas usadas, bombillas de repuesto y mil cosas más. Los cubos, las escobas y las fregonas, en correcta formación contra la pared, esperaban quizás la magia de Dukas para empezar a actuar por su cuenta y la tabla de planchar, investida de su propia importancia, se mantenía en posición de firmes detrás de la puerta.


Por la tarde, en la galería se colaba un sol tibio y amigo que conservaba la plenitud del mediodía y anticipaba la frescura del ocaso. Si levantaba la cabeza podía ver un retazo de cielo, intensamente azul, surcado a ratos por algún pájaro o el rumor lejano de un avión que volaba a una altura inconmensurable.

Si entraba por la tarde en la galería siempre le asaltaba la idea de que una pequeña mesa y una silla baja quedarían bien en aquel rincón para sentarse bajo la caricia dorada y familiar.
Recordaba a la abuela, muerta hacía tanto tiempo, con su inagotable labor de ganchillo entre los dedos deformados y el auricular pegado al oído, devorando con todos sus sentidos románticos seriales de apuestos caballeros y bellas damas o terribles tragedias de hijos naturales y padres desnaturalizados.
Una vida tranquila la de la abuela. Ninguna preocupación. Ningún agobio. Bueno, era de suponer que había tenido su mala época. Viuda con tres hijos, sin fortuna ni preparación para el trabajo. Pero supo salir adelante y vivió sus últimos años querida y cuidada por todos, tranquila entre sus labores, fotos antiguas y novelas de la radio.



Sí, quedaría bien una mesa pequeña y una silla baja. La abuela se hubiera sentado allí para sentir el sol y la emoción de las pasiones ajenas. Pero, ¿quién iba a hacerlo ahora?
El pensamiento sólo duraba el tiempo de entrar y salir, lo olvidaba pronto en la prisa por correr apresurada hacia el hospital y se diluía entre las mil ocupaciones del día, atender a los pacientes y discutir con la gerencia. Sólo volvía cuando entraba de nuevo en la galería bañada por los cálidos rayos.



Una tarde tropezó con la hermana, recién llegada de uno de sus largos viajes, esta vez a la Patagonia para fotografiar unos presuntos restos de Eoraptor Lunensis.


Las dos rieron a la puerta de la galería, se cedieron el paso mutuamente y hablaron a la vez:
-¿No crees que aquí quedaría bien una mesa..?
- ¿A tí también se te ha ocurrido?
- Sí, lo he pensado muchas veces.
- ¡Qué delicia sentarse al sol sin hacer nada o algo sin importancia!
- Escuchando música o lo que sea...
- Sin prisa...
- ¿Te acuerdas de la abuela?
- Yo no pienso envejecer.
- Yo no tengo tiempo.
Pero no dijeron nada de todo esto.
La hermana preguntó:
- ¿Qué decías de una mesa?
- Nada, que mañana me toca moderar una mesa redonda en el Congreso de Hipertensión.
La improbable mesa y la silla baja quedaron atrás, muy atrás, tan atrás como el Eoraptor, ladrón del alba.
El sol de la tarde derramaba su confortable luz sobre el pavimento rojo y las paredes blancas de la galería que, por un momento, pareció extrañamente viva.



1 comentario:

  1. Es una llàstima que en aquest dia a dia tan atrafegat,no poguem gaudir més sovint d'aquells moments de tranquilitat, com dius tu del no fer res o només alguna cosa sense importancia... en una galeria o qualsevol altre racó preferit.

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