(De mi libro "No juegues con el lobo")
Se habían acostumbrado a verlo, oscuro y alto, en su rincón.
En el sombrío comedor de muebles viejos y alfombra desgastada, su silueta familiar parecía recortarse a la luz incierta que entraba por los balcones sin sol. O la veían oscilar de pronto bajo el brillo apagado de la lámpara antigua que había perdido casi todas las lágrimas.
En los helados días de invierno, cuando se levantaban ateridos y soñolientos para ir al acolegio o en los sofocantes del verano, jugando encerrados entre las cuatro paredes del cuarto más fresco, lo veían siempre en su rincón, sonriente y tranquilo.
Mientras iban desapareciendo los cubiertos de plata, las modestas joyas y todo cuanto tenía algún valor y la casa, cada vez más vacía, parecía hacerse más y más grandes, la sonrisa del hombre del rincón no cambiaba. Incluso alguna vez parecía oirse una risa alegre o una leve carcajada.
- ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué se ríe? - preguntaban.
Una tenue luz de esperanza cruzaba fugazmente por los ojos de la madre.
- Es el Hombre del Rincón. Él ríe cuando estamos tristes y llora cuando somos felices. Porque sabe que nada es para siempre...
Pasaron los años. Murió la madre y se perdió el recuerdo de la infancia.
Un día llegó la fortuna.
El sol entraba ahora por todos los balcones de la nueva casa. Había flores en el jardín y cristales relucientes en las ventanas.
Transcurrían los días indolentes y lúdicos, planeando viajes y fiestas. Reían, jugaban, bostezaban perezosamente y paseaban bajo un cielo sin nubes en una larga sucesión de horas despreocupadas y felices.
Pero tenían buen cuidado de no mirar nunca hacía el rincón más sombrío, el rincón donde la oscura y conocida figura se dibujaba contra la pared y se oía su llanto desgarrador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario