La recordaba muy bien de la clase de Francés de 7º. La llamábamos Mademoiselle B. Todas la veíamos como a ese ideal de chica que queríamos ser un día. Muy alta, muy delgada y esbelta, como una modelo o una artista de cine. Ojos violeta, largo cabello caoba. Una elegancia indefinible y una personalidad bien definida. Todos estábamos enamorados de Mademoiselle B. alumnos y alumnas, profesores y profesoras. Hasta el severísimo director, al que nadie había visto sonreir jamás, esbozaba una mueca que quería ser de agrado cuando hablaba con ella, hechizado por el misterioso encanto que emanaba.
Mademoiselle B. estaba prometida al profesor de Francés de 8º A., una especie de galán de película con el que formaba una pareja espectacular.
Los recordaba muy bien, aunque había pasado tanto tiempo desde que acabé el colegio. Por eso, al verla de pronto en la calle no pude dar crédito a mis ojos. En principio, dudé. ¿Era realmente ella? Estaba tan joven, tan bella como entonces. ¿Sería su hija? El parecido era extraordinario. Caminaba como siempre casi sin rozar el suelo, empujando la silla de ruedas de un anciano cuyo rostro me resultaba conocido.
Unas palabras en francés, murmuradas a su compañero, me trajeron el eco inconfundible de su voz. Era ella, sin lugar a dudas. ¡Mademoiselle B.! Tan hermosa y podría decirse que casi tan joven como siempre.
Me hubiera gustado seguirlos para estar segura pero me sentí ridícula. Tal vez me equivocaba...
Por una de esas casualidades que dicen que no existen, aquel mismo día me telefoneó Mina, una antigua compañera de clase con la que seguía manteniendo una amistad intermitente interrumpida de vez en cuando por sus sucesivos partos y mis frecuentes viajes de trabajo.
Mi amiga me confirmó que era, en efecto, Mademoiselle B. la mujer que yo había creído que lo era. Al parecer, desde hacía un tiempo se veían e, incluso, cuando lograba encontrar canguro para sus cinco fieras iba a tomar el té con ella.
- ¡ Es tan triste! La pobre casi no puede salir de casa. Siempre cuidando del marido...
- ¿No se llegó a casar con el profesor?
- Sí, pero ya lo has visto. Sufre una enfermedad degenerativa y casi no se puede mover.
- ¿El hombre que iba en la silla de ruedas es su marido? ¿El guapísimo profe de 8ºA? ¡ No es posible! Si parece su padre, ¡ qué digo, su abuelo! Creí que sólo le llevaba tres o cuatro años...
- La enfermedad no perdona...
- Aún así...
Mina me contó que tanto ella como Lucía, otra compañera con la que habíamos formado un feliz triunvirato hacía veinte años, frecuentaban a nuestra antigua profesora.
- Tienes que ir a verla. Mademoiselle B. ha preguntado por tí varias veces.
Quedamos en ir un día pero tuve que hacer un viaje relámpago a Alemania para un reportaje y lo pospusimos.
A mi vuelta llamé a Mina con la idea de encontrarme con ella y con Lucía e ir a ver a Mademoiselle B. Me estremeció su voz llorosa y desolada.
- ¿No sabes? Lucía ha muerto. Empezó a encontrarse mal y le descubrieron una leucemia aguda. No se pudo hacer nada.
- Pero, ¿cómo? ¿En una semana? Estaba perfectamente...
- Es terrible, ya lo sé. No sabes cuánto deseaba que estuvieras aquí... ¡Suerte de Mademoiselle B.! Me ha ayudado mucho...
La muerte de Lucía me dejó muy abatida. La pérdida de una persona casi de mi misma edad me provocó una extraña sensación de inseguridad e impotencia y el reconocmiento de esa verdad que nos esforzamos en negar. Tenemos fecha de caducidad aunque no sabemos exactamente cuál es.
Pasaron unas semanas en las que Mina y yo sólo hablamos por teléfono. Me comentó que había ido a ver a Mademoiselle B. y que nuevamente le preguntó por mí.
Tuve una época de mucho trabajo y dos de los niños de Mina estuvieron enfermos. Por una u otra razón tuvimos que ir aplazando la visita a Mademoiselle B.
Finalmente, logramos hacer coincidir nuestras agendas y quedamos para la semana siguiente. La mañana del día fijado sonó el teléfono. No sé por qué contesté con una extraña aprensión.
Era Jonathan, el marido de Mina. Al parecer, la noche anterior se había puesto muy enferma, tanto que tuvieron que llevarla urgentemente al hospital. Por desgracia, no pudieron hacer nada por ella. Murió a los pocos minutos de ser ingresada.
Mina no había estado enferma en su vida. Siempre se vanagloriaba de que era "más fuerte que una mula".
- Pero, ¿ de qué ha muerto?
La realidad era demasiado horrible y no entendí muy bien las confusas explicaciones del hombre que se lamentaba al teléfono sobre un coro de llantos infantiles.
Dijo algo de una extraña infección en la sangre o de una anemia.
Poco importaba la causa. La realidad era que en poco tiempo habían muerto mis dos mejores amigas.
Dicen que hay que dar tiempo al duelo. Pero me sentía mucho más que desolada. No tenía ganas de trabajar ni de ver a nadie, creo que ni siquiera de vivir. Decidí pedir un permiso, yo que casi nunca hacía vacaciones...
"Me marcharé lejos, cambiaré de ambiente...". En el fondo, sabía que sólo conseguiría arrastrar mi pena por otros paisajes.
Mientras hacía el equipaje sin ganas sentí un atisbo de esperanza. ¡Mademoiselle B.! Ella nos había conocido a las tres. Nos había aprecidado. Lucía y Mina la habían visitado a menudo y había preguntado por mí.
Sí, con Mademoiselle B. podría hablar de mis amigas desaparecidas, de tantas cosas, de tantos recuerdos...
Estaba decidido. Antes de marcharme, iría a ver a Mademoiselle Báthory.
- Aún así...
Mina me contó que tanto ella como Lucía, otra compañera con la que habíamos formado un feliz triunvirato hacía veinte años, frecuentaban a nuestra antigua profesora.
- Tienes que ir a verla. Mademoiselle B. ha preguntado por tí varias veces.
Quedamos en ir un día pero tuve que hacer un viaje relámpago a Alemania para un reportaje y lo pospusimos.
A mi vuelta llamé a Mina con la idea de encontrarme con ella y con Lucía e ir a ver a Mademoiselle B. Me estremeció su voz llorosa y desolada.
- ¿No sabes? Lucía ha muerto. Empezó a encontrarse mal y le descubrieron una leucemia aguda. No se pudo hacer nada.
- Pero, ¿cómo? ¿En una semana? Estaba perfectamente...
- Es terrible, ya lo sé. No sabes cuánto deseaba que estuvieras aquí... ¡Suerte de Mademoiselle B.! Me ha ayudado mucho...
La muerte de Lucía me dejó muy abatida. La pérdida de una persona casi de mi misma edad me provocó una extraña sensación de inseguridad e impotencia y el reconocmiento de esa verdad que nos esforzamos en negar. Tenemos fecha de caducidad aunque no sabemos exactamente cuál es.
Pasaron unas semanas en las que Mina y yo sólo hablamos por teléfono. Me comentó que había ido a ver a Mademoiselle B. y que nuevamente le preguntó por mí.
Tuve una época de mucho trabajo y dos de los niños de Mina estuvieron enfermos. Por una u otra razón tuvimos que ir aplazando la visita a Mademoiselle B.
Finalmente, logramos hacer coincidir nuestras agendas y quedamos para la semana siguiente. La mañana del día fijado sonó el teléfono. No sé por qué contesté con una extraña aprensión.
Era Jonathan, el marido de Mina. Al parecer, la noche anterior se había puesto muy enferma, tanto que tuvieron que llevarla urgentemente al hospital. Por desgracia, no pudieron hacer nada por ella. Murió a los pocos minutos de ser ingresada.
Mina no había estado enferma en su vida. Siempre se vanagloriaba de que era "más fuerte que una mula".
- Pero, ¿ de qué ha muerto?
La realidad era demasiado horrible y no entendí muy bien las confusas explicaciones del hombre que se lamentaba al teléfono sobre un coro de llantos infantiles.
Dijo algo de una extraña infección en la sangre o de una anemia.
Poco importaba la causa. La realidad era que en poco tiempo habían muerto mis dos mejores amigas.
Dicen que hay que dar tiempo al duelo. Pero me sentía mucho más que desolada. No tenía ganas de trabajar ni de ver a nadie, creo que ni siquiera de vivir. Decidí pedir un permiso, yo que casi nunca hacía vacaciones...
"Me marcharé lejos, cambiaré de ambiente...". En el fondo, sabía que sólo conseguiría arrastrar mi pena por otros paisajes.
Mientras hacía el equipaje sin ganas sentí un atisbo de esperanza. ¡Mademoiselle B.! Ella nos había conocido a las tres. Nos había aprecidado. Lucía y Mina la habían visitado a menudo y había preguntado por mí.
Sí, con Mademoiselle B. podría hablar de mis amigas desaparecidas, de tantas cosas, de tantos recuerdos...
Estaba decidido. Antes de marcharme, iría a ver a Mademoiselle Báthory.