La estación de la pequeña población costera era impersonal y deslavazada como todas las estaciones que sólo sirven para ser transitadas rápidamente. Ni paseos, ni bancos, ni curiosos aburridos viendo pasar los trenes que llegaban y se marchaban sin novedad ni encanto.
Al pisar el andén, el amanecer gris me envolvió ominosamente como una burbuja asfixiante. En la plaza cercana un local acogedor y bien iluminado me ofrecía sus puertas abiertas y el apetitoso aroma de café recién hecho. Sobre la entrada, en letras azules, se leía: "La Taza de Oro".
Detrás de la barra, un hombre grande y feo, de rostro cetrino, espesas cejas negras y profundas ojeras, me atendió con amable tristeza y volvió luego a la conversación que había interrumpido y que mantenía en voz queda, a través de una ventana baja que daba a la calle, con una niña rubia y pálida de unos catorce años. No podía oir lo que hablaban pero se sentía una emoción contenida en el tono de las palabras. De vez en cuando, largas pausas en el diálogo eran como interrogantes esperanzados. La voz del hombre, apenas audible, destilaba una extraña pasión, aunque mantenía una actitud de forzada indiferencia.
La chica era baja, ancha y anodina. Ninguna señal particularmente atractiva la distinguía. Vestía una descolorida camiseta y unos pantalones estrechos. Sólo el largo cabello rubio ponía una nota de belleza en el vulgar conjunto.
Del fondo del café salió de pronto una camarera morena y guapa, resplandeciente en su impecable delantal blanco, en sus rojos labios muy pintados y en los grandes pendientes dorados que lucía. Sus ojos centellearon de enojo al ver a la pareja de la ventana. Con un gesto brusco dejó caer estruendosamente sobre la barra una bandeja llena de pequeños croissants y tartas de manzana. La violencia del golpe hizo tintinear alguns vasos. El hombre y la niña no parecieron darse cuenta. La camarera se quedó mirándolos con el ceño fruncido. Luego, con un ademán de indiferencia impotente, salió dando un portazo.
- A lo mejor ha quedado una moneda atascada. Prueba con el botón rojo.
La voz del hombre, profunda, llena de una indescriptible ternura, inundó la mañana de sonidos luminosos que retumbaron con un eco interminable. La niña le dirigió una ligera sonrisa que la embelleció. Por un momento, sentí como si estuviera en medio de una corriente eléctrica que me atravesaba dolorosamente.
Pagué mi consumición y salí del café.
El taxi hacia el hotel cruzó por delante del matadero, rodeó el cementerio y enfiló luego el paseo que bordeaba el mar.
La playa tenía ese aspecto de desierto marino que le confiere siempre el invierno. Las hamacas vacías parecían barcas varadas esperando el verano.
En una zona de recreo, un columpio oscilaba, chirriante, movido por el viento que había empezado a soplar.
Una gaviota, cruzando el cielo, lanzó su incomprensible grito.
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