lunes, 26 de septiembre de 2016

ARLEQUÍN SIN PIES





El arlequín no tiene pies y baila. Baila sin pies. Tiene dos palos por piernas y no tiene pies. Pero baila. Baila cuando no lo ve el joyero que le cortó los pies para que se quedase a vigilar el escaparate forrado de terciopelo negro donde relucen el oro y las piedras preiosas. El arlequín guarda las joyas como los viejos gnomos custodian los tesoros enterrados. El arlequín lleva un traje púrpura y violeta y un gorro con cascabeles. Inmóvil en su rincón, mira fijamente los diamantes, los zafiros engarzados en platino y los collares de perlas de larguísimas vueltas.
Por la mañana, cuando el joyero aún duerme, el arlequín baila y baila sin descanso sobre sus piernas de palo sin pies, a los sones de la caja de música de plata repujada que se abre sólo para él.
Baila para mostrar que puede bailar, baila para afirmar que es libre y puede escapar cuando quiera aunque no sea verdad. Baila para que lo vean los transeúntes que pasan deprisa por delante de la joyería, envueltos en abrigos y bufandas entre la fría niebla madrugadora. A veces, alguno se detiene para enterrar la nariz en el cristal del escaparate y mirar con rencor las joyas expuestas. Hay quien intenta calcular mentalmente el valor del collar de amatistas o de la diadema debrillantes pero, al llegar a nueve cifras, se siente mal y tiene que apresurarse hacia el bar más cercano para ahogar sus náuseas en una taza de turbio café.


 Por las tardes, ante la joyería suelen detenerse coches relucientes con suntuosas mujeres en su interior. Las más elegantes esperan que el hombre que va con ellas les abra la portezuela y las ayude a bajar. Miran distraídamente las centelleantes vitrinas y ahogan un bostezo en sus guantes de seda. "En realidad, ¿para qué quiero otra esmeralda?". Las más vulgares ríen y ríen sin parar cuando su acompañante las invita a probarse un brazalete ostentoso mientras acaricia su brazo desnudo por debajo del abrigo. El joyero mira al vacío con una estúpida sonrisa de complicidad y el arlequín permanece quieto tras el cristal, enseñando sus piernas de palo sin pies, como hacen los mendigos deformes.
Al ponerse el sol, el joyero cierra la tienda y deja los luminosos escaparates protegidos por rejas casi invisibles que parecen gritar a los vagabundos de la oscuridad: "¡Podeis mirar, pero nunca poseer!".
Cuando la noche se adueña de la calle y sólo se oye el silencio y únicamente se distingue el brillo innacesible de la joyas, de las tinieblas empiezan a salir sombras que empujan cochecitos desvencijados, carretillas cojas y grandes bolsas amorfas, rebosantes de mugrientos tesoros. Sombras que revuelven en los sucios contenedores, rebuscan en las papeleras y se aprietan y se amontonan en el hueco de los portales cerrados para beber de una botella de grueso vidrio verdoso que tiene el cuello roto, riendo sin ruido con sus encías sin dientes.
Entonces la caja de música empieza a desgranar su melodía que repite una y otra vez y el arlequín baila y baila sin cesar con sus piernas sin pies, agitando alegremente los cascabeles de su gorro y haciendo muecas burlonas a los ópalos y a los rubíes que parecen lágrimas de colores petrificadas.

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